Una voz truena en un taller silencioso, su aroma ambarino se eleva en verano. Es El Lector, el lector de nuestras libertades. Afuera, la naturaleza sofoca, el calor se hace más denso; se respira un olor goloso a albahaca y anís, a incienso que oscila bajo la luz del mediodía y el penetrante aroma del café vertido en las tazas de los trabajadores. En silencio, enrollamos hojas de tabaco, su fragancia licorosa se entrelaza con la del regaliz masticado durante el descanso del mediodía. El día avanza, se encienden cigarros aquí y allá, una espesa columna de Oud y Vetiver ahumados se filtra sobre los alféizares de las ventanas, pero, en alas de palabras, El Lector transporta nuestras mentes a un lugar de ensueño, entre una lavanda herbácea y un clavo; entre un delicioso Prunol y un carnal fenogreco hasta que la noche extiende sus brazos crepusculares de vainilla, alquitrán de abedul y almizcles.
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